Érase una vez un perrito que se llamaba Bico al que le había tocado una forma de vida muy ajetreada. Bico era un bichón habanero negro de precioso pelo largo. Su jornada era agitada, rutinaria. Incluso tenía un montón de responsabilidades para cuidar a sus amos.
Para empezar la jornada, se tenía que levantar a las seis y media de la mañana para que su compañero anduviera un rato. Hacía, sobre esa hora, alguna deposición en la calle para que su acompañante se agachase un poco con la bolsa de plástico, ya que el pobre pasaba muchas horas sentado y sabía que necesitaba mover la espalda. Después a las siete en punto lo dejaba en su estudio haciendo pilates y subía de manera relajada a la planta de arriba con su amorosa ama para colocarse en un rincón, dormitando un ratito primero y tras un descansito canino, se encaramaba a la cama de su compañera cumpliendo su función de despertador perruno mediante un batiburrillo de ladridos que sabía que eran molestos para ella. Si aún así se resistía pasaba al plan B, que podía consistir en una batería de opciones: o golpeaba el bebedero hasta que se levantara a ponerle agua (misión cumplida) o le daba un repentino ataque de cariño y le lamía el rostro, cosa que ella detestaba. Así conseguía que se levantara finalmente ya fuera frunciendo el ceño o murmurando (pero en pie al fin) y le diera una sobredosis de saludos matinales.
Más tarde, tenía varias tareas vitales. Llevaba a los amos al trabajo situado a unos tres metros de la puerta de casa, para lo cual tenía que despejar el camino de posibles malhechores inoportunos, gruñendo, ladrando de forma amenazante o fingiendo ser capaz de atacar a cualquiera. Una vez dentro de la oficina, era fundamental que les advirtiera de cualquier ruido sospechoso con un gruñido o que advirtiera de una llamada al timbre con una multitud de ladridos multitonales, no fuera que olvidarán que alguien podría intentar entrar en la oficina y pillarles… trabajando. Bico sabía bien que el mejor modo de alertarlos era sacándoles de su absurda quietud y meditación profunda con un cambio de ritmo. Si, por otro lado, notaba varias horas de inmovilidad y, a sabiendas de que el sedentarismo del trabajo era letal, tenía que armarse de paciencia y empezar a lloriquear hasta que, por fin, salían del letargo y los paseaba hasta una panadería o los sacaba a la calle ancha para que se despejaran un poco. Todo por su salud.
Como carga extra, le tocaba arrancarlos del trabajo y recordarles la importancia de alimentarse de manera cíclica y no darle al cuerpo una sobredosis de ayuno. En este sentido, usaba la táctica del perrito escalador y empezaba a caminar sobre sus dos patitas traseras y a arañar sus pantalones, seduciéndoles con su rostro más triste y enternecedor. Hora de comer.
Les dejaba un ratito de descanso en su vuelta al trabajo para hacer la digestión. A las dos horas, lanzaba una nueva andanada de ladridos insoportables hasta que desistían de su tarea y se decidían a dar, felices, un largo paseo lleno de paradas de reconocimiento olfativo y conversaciones maravillosas. Este era su momento más feliz: cuando sus compañeros reajustaban su relación más humana y reían, silbaban, le llamaban una y otra vez por su nombre. Además, jugaban a su juego favorito: subir y bajar escaleras y sudar mientras charlaban y proyectaban su vida, sus sueños y sus anhelos.
Y es que Bico, el bichón habanero, sabía por experiencia de otros canes que su papel era crucial en la vida de sus compañeros: mantenerles activos y recordarles que es fundamental parar y pasear. Los humanos necesitan encontrarse con otros humanos con perros y compartir sus puntos de vista mediante el diálogo y el reconocimiento mutuo. Como perro no os imagináis cómo les afectaba a los humanos cuando no los sacamos a que se relacionen y socializen con otros humanos, aunque sean de “razas de distintas”. Y, es que, aunque a veces deseara quedarme en el sillón royendo plácidamente mi hueso, me tengo que sacrificar cuidando a mis cuidadores. Por los perros mas viejos del vecindario sé lo importante que es poner un humano en tu vida y hacer el sacrificio de cuidarle, obligarle a salir, a recoger inmundicias y a pasear, aún sin ganas, cada tarde del año. Porque la salud, al final, es lo que importa. Y, al fin y al cabo, el hombre es el mejor amigo del perro.